sábado, enero 21, 2006
El odio
Cuando me levanto por la mañana y en la ducha la primera palabra que se me viene a la cabeza es "puta", sé que algo va mal. No por la palabra en sí, carente ya de significado, un mero símbolo de lo peor que se me ocurre (reminiscencias de la infancia, supongo, cuando era la palabra más mala del mundo mundial), sino por lo que conlleva. Y lo que conlleva soy yo cayendo en el agujero negro, dejando resbalar con el agua toda la luz por el desagüe, abriendo las manos para soltar las gotas de alegría como canicas esparcidas. Para quedarme sola en un color indefinido donde no hay canicas ni luz ni agua. Es ser una mariposa gris que se da golpes contra los cristales o se queda quieta quieta, esperando que el viento deje de soplar. Y el viento es un niño soplando, aburrido.
Mi odio va dando portazos por las esquinas, cebándose en la imagen a la que insulto, engordando a base de jirones de rabia que me voy dejando a diario por las horas. Y se hace una bola que lo tapona todo: las ganas de reír, las canciones, la alegría de los ojos, el calor del alma.
Mi odio se cansa de dar carreras y gritos, de oír su propio eco. Mareado, acaba vomitando en cualquier rincón. Un vómito seco y lleno de letras pardas. Luego le da por llorar cansancios. Y yo lo miro, como quien ve una película de cosas serias y trascendentales, queriendo comprender pero con la vergüenza de disimular que no entiendo un pito de nada. Yo lo miro, y no me reconozco en las consecuencias que, maldita sea, siempre son para mí: cefalea, afonía, inapetencia, marcas de cadenas y dolor de vida; como una resaca de garrafón. Y así muchas veces.