sábado, diciembre 03, 2005

La edad del agua


Me gusta la lluvia. Me gustan las hojas secas. Me gusta el brillo de las aceras mojadas, el olor a tierra mojada, el cielo encapotado, el derrame de la sangre blanca y nueva de las nubes, lavándolo todo, llorando las penas, limpiando las almas negras.


Tenía 15 años (siempre tengo 15 años en los recuerdos vivos, como si se clavaran en el acerico de mi corazón de terciopelo y las heridas nunca sanasen) y un jersey de lana rojo, grande, largo. Llovían todas las lluvias del mundo, grandes gárgolas invisibles vomitaban sus babas de agua a borbotones. Y yo paseaba por el parque, esponjándome como un pajarillo, mirando hacia arriba con los ojos cerrados, sonriendo y sintiendo resbalar todas las gotas del cielo, las risas, el llanto, por mi cara. Y se me iba limpiando la mirada, y chorreaban las voces, los malos amores, la suciedad de las dudas, se diluían ennegrecidos como tinta, como ríos de rimmel negro. Llegué a casa empapada, pero me sentía tan bien...


Hace dos años trabajaba a veinte minutos andando de casa. Quise limpiarme el alma y caminé despacito. Pero ahora llevo gafas, y se me llenaban de gotitas, y no veía. Me las quité, pero entonces todo se volvió borroso y no sé qué es peor. No fue lo mismo, sólo parecido. Llegué a casa calada hasta los huesos, el pelo se me había enredado de tal forma que parecía un manojo de estopa. Me di una ducha ardiendo. Al día siguiente por la mañana tenía el abrigo empapado y no podía ponérmelo, los zapatos para ir a currar se me habían deformado, me dolía la cabeza. Intenté articular un buenos días desmañado y sonó a juguete roto.


Ya no tenía 15 años. Ya no los tengo. Pero sigo esperando esa lluvia que venga y me purifique, arrastrando con el barro todos los malos pensamientos, todos los alfileres.