miércoles, septiembre 21, 2005

Accidente (Versión Furia)



Atasco al salir de Madrid. 8:30 a.m. Por fin, la carretera y... ah... más atasco. Frustración. Los paneles hablan con bonitos jeroglíficos tamaño bolsillo no de uno, sino de dos coches en el arcén. Paciencia es mi segundo nombre, como dicen las películas norteamericanas bien traducidas. Avanzamos en procesión. Mierda, voy a llegar tarde (otra vez). Y me imagino la cara de circunstancias de mi jefa. A lo lejos, luces naranja.

Un coche amarillo con pegatinas de "Bad Boy" y un diablillo de felpa rojo con el logo "soy mu malo" intenta zigzaguear entre los otros, acelerando, frenando, soltando improperios, pitidos... va a provocar otro accidente. Tengo que pegar un frenazo por su culpa. Maldito imbécil.

Lento baile de caracoles. Un poco más adelante y me doy cuenta de que no hay ningún obstáculo en la carretera. La gente es tan gansa que, simplemente, aminora para ver mejor qué ocurre. Siento la furia subir recorriéndome desde las plantas de los pies. Paro en seco, me bajo y empiezo a andar lentamente entre los coches.

La gente me mira alucinada. Pitan, hacen señas llevándose las manos a la cabeza, un dedo al ojo, otro a la sien. Casi ciega de la rabia, sigo caminando con los puños apretados. El sol del Este acuchilla los iris hasta que logro acostumbrarme. Empiezo a fijarme en lo que está ocurriendo alrededor. Casi he llegado al lugar del accidente. Los vehículos que se van acercando bajan las ventanillas. De ellas asoman brazos que sostiene algo en la mano. Creo que son trozos de pan, para mojar en la sangre, si la hubiera.

Ya estoy allí. Pero no hay heridos, no hay nada que impida el tráfico fluido. Nada. Una grúa y los dos coches tamaño natural están en el arcén, sin estorbar. Hay un imbécil prácticamente parado con los ojos saliéndosele de las órbitas, las aletas de la nariz dilatadas, el cuello vuelto hacia el lugar. Miro su cara de imbécil ávida y ridícula. Reconozco el amarillo, el cartel, el diablo. Reconozco AL imbécil. Una nueva oleada de rabia acaba por poseerme. De dos zancadas y no sin mucho esfuerzo (malditos kilos) me encaramo a su coche. Casi puedo oler su cabreo y ese ademán de salir hecho una fiera, cuando se queda como de piedra en mis ojos inyectados.

Acerco la cara al parabrisas tanto que casi podría atraversalo y le grito: ¡QUÉ! ¡QUÉ ESTÁS HACIENDO, GRANDÍSIMO GILIPOLLAS! ¡ERES IMBÉCIL O QUÉ! Y sigo gritando, y gritando. No puedo decir qué grito, ni yo misma puedo entenderlo, ni yo misma lo sé.

Acto seguido salto repetidas veces sobre su bonito amarillo capó y el amarillo techo del coche. Ya no hay palabras inteligibles, ahora es un puro grito animal. Salto, salto, salto, pateo, machaco hasta que me duelen los pies, los puños, la garganta.

Entonces miro hacia el cielo, levanto los brazos y suelto un alarido que está a punto de partirme el pecho.

El silencio es absoluto.

Bajo la mirada y tomo consciencia de mí misma. Todos están petrificados, asustados. Tantos como son y son unos cobardes. A esta hora la carretera debería ser un zumbido de tránsito, y es un manto espeso de vacío. Sólo se oye el roce de las hojas con el viento.

Me bajo del coche. Hago una reverencia y camino con la cabeza bien alta hacia mi automóvil. Me arden los puños, las piernas, los brazos, pero ya no me arde el corazón.

A lo lejos, oigo cómo estallan los aplausos.