lunes, marzo 27, 2006

El patio



Estaba rodeado de hiedra y, entre sus hojas, nacían grandes pacíficos rojos que estallaban como bocas de perfume dulce y antenitas doradas. Los mayores decían que dentro se escondían ratas, lo cual no sólo no me preocupaba sino que hacía el muro vegetal aún más interesante a mis ojos. De la hiedra también nacían campanitas azules que luego se convertían en bolitas naranja y hacían de garbanzos en mis pucheros de lata de juguete. Estas campanitas abiertas eran fáciles de desprender y, si se chupaban por el otro extremo, sabían a agua con azúcar. En la casa de al lado, donde también había hiedra, recogíamos zarcillos y nos los poníamos en las orejas, fascinados por su volutas.

Se entraba a él por una cancela de madera, pintada de verde. Era sólo alargar la mano por encima y abrir el débil pestillo. Cuando no había nadie en casa, una cadena y un candado de hierro grande bastaban. A la izquierda, una caseta llena de herramientas y de juguetes que olía a lluvia y a sombra fresca. Al fondo, rodeada de macetas en el suelo y en la pared, la puerta de la casa.

Pero lo mejor era la pared de la derecha, según se entraba: una pared llena de macetas bonitas, feas, pintadas, con tiesto marrón, agarradas con alambres, hasta donde me alcanzaba la vista, entre las que, las noches de verano eternas, corrían las salamanquesas. Yo pensaba que Salamanca, el lugar de donde, evidentemente, provenían esas lagartijas gordas y blancas, debía de estar lejos, muy lejos; tanto como Portugal: por eso siempre las llamé "portuguesas" ante el regocijo general de mis primos.

En la parte izquierda de esta pared había un lebrillo: una construcción sobre la que descansaba una especie de lavabo de barro brillante donde metían a los más pequeños para que se refrescasen los días de más calor. Y en la parte derecha de esa pared estaba mi corazón: un árbol, una dama de noche.

Al atardecer, una vez agotados de jugar a cocinitas, a vaqueros e indios (cuyas armas de plástico solía morder y cortar para deseperación del dueño de las figuritas de plástico de color, apenas unos años mayor que yo), habiéndonos bañado en grandes barreños de lata o plástico de colores, habiendo ido a comprar al mercadillo, bien cenados y bien cansados, nos sentábamos en sillas de anea a oír hablar a los mayores, a verlos jugar a las cartas o al parchís sobre hules de flores imposibles. Era entonces cuando la dama de noche se despertaba y se hacía protagonista absoluta del patio con sus trompetillas blanquísimas, diminutas pero atronadoras. Así, bajo las estrellas, reíamos y escuchábamos mientras el lento perfume dulce hasta extremos casi insoportables nos iba llevando al sueño.

Mi bisabuela, que allí vivía, murió el año pasado y éste venderemos la casa. Ya no hay hiedra, sino un muro de ladrillos bajo. La dama de noche se cortó, la invadieron unos bichos negros y chiquitos que pudieron con ella. El lebrillo se acabó quitando. La verja se hizo de hierro. Y un pedazo de mi alma se quedó entre las salamanquesas y las macetas de aquella casa mata que no quiero volver a ver. No sé por qué alguna gente se extrañó al ver que las rosas de mi ramo de novia estaban rodeadas de hiedra. Nunca he dicho la razón, ni siquiera a mi madre.