sábado, marzo 18, 2006

Berenice

P. de la Rosa, 1991.

Allá donde se queda, exhausta, mi áspera verborrea, nace tu perfección llena de defectos, las cobras de tus dedos encendidos. No, no, quien no te conoce no puede entender que eres muchos más. Tú eres gaua, auga, agau, agua. Agua modelada el cuerpo blanco, agua petrificada por un instante, con lo eterno. Eso se palpa, se siente, duele en las niñas de los ojos.

Si no te conocen, no han bebido de tus mejillas de escarcha, curvas como un césped en primavera, cleptómanas como la obscuridad más roja. Sólo yo estoy condenado a oir los ronroneos de terral furioso que la luz deja escapar por entre el pelo helado o los nidos del musgo cruel en los pájaros de tus hombros.

Entre tanto, las estaciones se suceden para nosotros, lentamente, porque el tiempo también se ha vuelto un niño enamorado por ti y nos mira con sus sesenta ojitos numéricos, y nos hace fiestas en las que la noche, henchida de lluvia, resbala llorando por tus pómulos pétreos, altivos, orgullosos vencedores de la interperie que todo lo mastica con sus dientiecillos ratoniles, durante siglos. Es entonces un éxtasis acuático, el agua sobre sí misma, anillo o ciclo, catarata dentro del mar, manantial secreto en el océano; es delinear una y otra vez tu silueta de agua con agua pura, con nieve como piedras preciosas, con hielo como estrellas vivas. Y después, consumidos, vomitar sobre los tejados, vomitarle a las farolas y a los perros, a las mariposas y a los relojes, a los hombres y a su sublime ignorancia ciega.

Una vez, al despertar, descubrí que un monstruo pequeño, peludo, había tenido el valor de profanarte al tender una lluvia de hilos entre tu barbilla fría y los senos, un puente por el que se lanzaban riendo diamantitos redondos de rociada. Loco de celos, lo destrocé en mis manos rotas, patitas larguísimamente anémicas, derramé su zumillo violeta por el rito del atardecer, mío y sólo mío, como tú.

Se ríen. Se ríen de mí porque te quiero, y yo me río de ellos con asco, porque no entienden; con lástima, porque están sordos y ciegos. Son como lombrices de tierra que nunca han visto el sol o han sentido el amarillo de un narciso clavarse en los ojos. Pobres, no comprenden, no te conocen. Se pudren de envidia viéndome nadar a través de tu carne, viéndote chorrear y empaparme todo el cuerpo.

A veces me visto de ti y salgo a la calle, paseo durante horas llevándote puesta sobre la piel. otras veces bailo hasta caer rendido en alguna fuente pública, llorando de viva alegría al sentirte barbotear en mi boca.

No sabes cómo me duele arrrancarme de ti, cuando anochece y todos se hielan a nuestro alrededor. Todos menos el guarda, ese viejo azul con gorra raída que, algunos días, saca una triste botella de vino protituído y juega conmigo a las cartas hasta que el amanecer te clava en el cielo como una paloma de cristal.

Alguna mañana he resucitado así, a tus pies, ratoncillos blancos, arrancado del sueño con el agua pestilente que una viejita negra me ha regado encima mientras arregla unos crisantemos, reyes de los huesos ajados.

Berenice, no me gustan los crisantemos, sé que te envidian porque eres agua y se mueren de sed, y se pudren bajo la lluvia solar de tus ojos absurdos. Además, no se llevan bien con los cipreses junto a las tapias, ni con las otras estatuas del cementerio.