domingo, agosto 07, 2005

En el mar no se puede aprender a nadar


Como bien decía Mafalda, lo malo de llevar siempre las orejas puestas es que te arriesgas a oir toda clase de tonterías (o algo por el estilo).Pues nada, resulta que, al parecer, en el mar no se puede aprender a nadar. Hala, ahí queda eso.
Se quejaba una compañera de fatigas de que su hijo estaba terminando de aprender en la piscina, y que menuda faena llevárselo a la playa sin que se hubiese soltado del todo porque [insértese aquí la frasecita].Si no llega a ser porque la persona en cuestión me cae bien, otro gallo nos cantara. Cuando conseguí sobreponerme a la burrada, me quedé mirándola y le dije:
- Fulanita, YO aprendí a nadar en el mar, como toda la gente que conozco de mi lugar de origen.
- Ejem, sí, bueno, claro, pero es más difícil (??).

Los que no hayaís crecido junto al mar no sé si podréis llegar a entender hasta qué punto duele el agujero negro que los que estamos lejos de él llevamos a la altura del pecho y que sólo se llena de agua de mar.

No hablo de la playa asquerosamente llena de cuerpos muertos, no hablo del mar como una sopa de fideos (otra vez gracias, Mafalda) no hablo de la mari con las sombrilla, el bronceador pringoso, los niños gritones, los horteras con relojes, cadenas, pendientes y maquillaje (atención, maquillaje, manda narices) y la chusma con la radio a toda leche.

Hablo del MAR, así, con mayúsculas, en invierno o en verano.


A mí, que nunca me ha entusiasmado, se me llenan los ojos de sal y las manos de espuma. Llegar a la playa es como volver a casa, sentir la arena mullida de siempre, la caricia del sol en los párpados, la canción susurrada del agua. La mordedura del frío en los muslos, que te metas, que no, que voy, joé dejarme, ya voy yo a mi ritmo. No te metas tan pa'dentro, niña. El olor a sal.

Llegar a la playa es mi madre con dos bocadillos de jamón y la dentera de morder el papel de plata, el olor a aceite de coco, aquel día que llovió y nos recogieron unos chicos y nos amontonamos en su mini, las rozaduras de los manguitos naranja, un beso en invierno con mi recién estrenados quince años, una guerra de arena, un cubo de arena para sujetar el árbol de navidad, mi perro chapoteando como un loco, las gafas de buzo y el tubo, una mancha de alquitrán, ofiuras en la orilla, pececillos grises que se escapan...

No sé los que no han crecido junto al mar... a mí la piscina me parece una triste imitación, un placebo que apenas calma mis ansias libertad, un plato de fideos con cemento y césped. Y me pregunto qué hago yo aquí, entre gente extraña que no me entiende, en un sitio extraño lleno de extraños donde yo también lo soy. Porque tengo cadenas que me atan aquí (me respondo a mí misma, que pa eso el blog es mío y escribo lo que me da la gana).

Por cierto, esta semana pienso ir a la piscina y no tengo quién me acompañe. Ya sabéis, si véis a una mujer sola, con una bolsa amarilla y un bikini color vino, regaládle una caracola para que oiga el mar y dedídle que esta mierda de sucedáneo jamás será el mar, pero que lo imita lo suficientemente bien como para limpiar las penas por dentro.